¿Todo esfuerzo tiene su recompensa?
Paseando ayer por el Retiro, pensaba en el esfuerzo y sus recompensas. Y no es que estuviera yo haciendo deporte -creo que soy de esas raras avis que no hemos caído en las garras del running- y pensase en las calorías quemadas ni en el homenaje gastronómico que me iba a dar a continuación para recuperar, no. La reflexión vino después de cruzarme con un gaitero dejándose los pulmones en cada soplido, con un señor tocando un villancico con el leve roce de los dedos en el borde de varias copas de cristal, con una cantante de ópera deleitando con su voz a los clientes de una de las terrazas del parque, y con un sinfín de artistas mostrando al mundo sus habilidades.
Todos ellos me parecieron de un talento espectacular y no pude evitar pensar que, si estaban allí, quizá era porque la vida no les había dado las oportunidades que esperaban y que, seguramente, merecían. ¡Hay que ver el esfuerzo tan titánico que se ha de hacer, en ocasiones, para avanzar apenas unos centímetros! ¡Cuántas decepciones en el camino, cuántas promesas que no llegan a puerto! Mantenerse ilusionado largo tiempo ante la incertidumbre no siempre es fácil y, a veces, flaquean las fuerzas.
Decía Sófocles que el éxito depende del esfuerzo. Y siendo esto cierto, también lo es que no todo esfuerzo asegura el éxito -y con éxito no me refiero a la fama, sino a la consecución de un propósito-. Hay personas que han nacido con un gran talento, con una aptitud para una determinada actividad muy superior a la del resto de los mortales, y a las que la vida les ha sonreído desde el primer momento, poniendo ante ellas todos los ingredientes para lograr el éxito, pero la historia está llena de hombres y mujeres con un talento desbordante que murieron en la más absoluta pobreza y sin que nadie supiera ni siquiera que existían. De ellos, algunos fueron reconocidos post mortem, pero otros ni eso. Quizá no dieron los pasos adecuados para lograr el éxito, quizá quien tuvo ocasión de detectar ese talento no lo hizo.
El reconocimiento, ese gran desconocido. Lo importante que es y lo poco que se practica en nuestra sociedad. Reconocimiento no como alimento para el ego, sino como confirmación del trabajo bien hecho, como garantía de que uno va por el buen camino. O, como lo define la psicóloga Inma Puig en su libro ‘La revolución emocional’, «vitamina para la confianza en uno mismo». Puig concluye con rotundidad que «si una persona no se siente suficientemente reconocida, podemos estar seguros de que hemos dado el primer paso para que las cosas empiecen a no andar bien».
No se trata de culpar a los demás de nuestras desdichas por su falta de reconocimiento, pero si una persona no se siente reconocida, pensará que su esfuerzo no merece la pena, perderá la motivación y terminará bajando la guardia, con las nefastas consecuencias que ello tendrá para ella misma y para los demás. Lamentablemente, estas situaciones se dan no en casos aislados, sino de manera generalizada, lo cual nos da de bruces con una sociedad mediocre, o lo que es lo mismo, una sociedad de calidad media, de poco mérito, tirando a mala. Y, como nos recuerda el filósofo canadiense Alain Deneault en su libro ‘Mediocracia, cuando los mediocres llegan al poder’ -del que, con tanto acierto, se hace eco Rodrigo Terrasa en un artículo ‘La sociedad del sándwich mixto’-, «la mediocracia nos anima a amodorrarnos antes que a pensar, a ver como inevitable lo que resulta inaceptable y como necesario lo repugnante». Adoptar esta actitud nos impedirá desarrollar nuestros talentos y nos alejará de nuestras metas. Conformarnos con lo primero que llega por comodidad o por miedo al cambio puede ser la opción más tentadora, pero, por mucho esfuerzo que cueste y por lejanos que se nos antojen los resultados, ¿no será mejor luchar por nuestros sueños que quedarnos con una vida que no nos satisface? ¿No será mejor ser actores de nuestra propia vida que meros espectadores?
Soñemos en grande, aunque los logros sean pequeños.