Cuando un amigo se va
¿Qué se le dice a una madre que acaba de perder por primera vez a una íntima amiga?
Con el teléfono en la mano, me pregunto qué siente ahora, más allá de la pena que te inunda ante una noticia así. Quizá un vacío ante la certeza de la ausencia futura -de la ausencia presente uno no suele ser del todo consciente en momentos como este-.
¿Qué está pasando por su cabeza? Seguramente, algunos de los momentos compartidos, que en más de cuarenta años de amistad deben de ser muchos, pero quizá también la tristeza de no haber podido compartir más en esta última etapa.
Cuando descuelga, por aquello de la inercia, le pregunto “qué tal”, aunque la respuesta es obvia. Con voz llorosa me cuenta que tiene que encargar un centro de flores de parte del grupo de amigas y no saben qué mensaje poner. ¿Cómo se reduce una amistad tan longeva a unas pocas palabras?
Por la tarde irán al tanatorio a despedirse. Las imagino allí, abrazando al viudo y los hijos, intercambiando frases entrecortadas por el llanto y concluyendo algo que, a pesar de ser evidente, a menudo se nos olvida: que hay que disfrutar del presente porque nunca se sabe.
Despedir a los abuelos, primero, y a los padres, después, forma parte de eso que llaman “ley de vida”. Despedir a un hijo va contra natura. Pero, ¿qué ley aplica cuando es un amigo el que se marcha?
Dicen que las personas no mueren mientras alguien las recuerde y estoy segura de que en esas reuniones alrededor de un café, por mucho que, a partir de ahora, haya una silla vacía, esa amiga estará siempre presente.