Hay quien dice que los libros nos eligen. Puede que sea esta una idea demasiado romántica o, incluso, cursi, pero, a veces, da la sensación de que algo de eso sucede. Últimamente, las novelas -y también las películas- que han llegado a mí tratan, de una u otra manera, sobre la familia. O, quizá, por alguna razón que seguramente un terapeuta podría explicar, he salido yo en su búsqueda de manera inconsciente.
Cuando hablamos de la familia en abstracto, solemos pensar en esas familias idílicas que durante tantos años nos ha mostrado la publicidad, esas familias de anuncio formadas por personas bellísimas que desayunaban o comían juntas y felices; sin embargo, cuando pensamos en la nuestra propia o en otras que conocemos, encontramos en ellas miles de aristas que lejos están de hacerlas perfectas.
Escribió Tolstoi en Ana Karenina aquello de que todas las familias felices se parecen y las infelices lo son cada una a su manera. Cabría preguntarse si existen realmente las familias felices, aunque eso nos llevaría a cuestionarnos si se puede ser feliz siempre o incluso qué es la felicidad, y no es de lo que quería hablar aquí, entre otras cosas porque no tengo respuesta.
La familia es ese conjunto de personas al que uno pertenece, por consanguinidad o por adopción, y que, a diferencia de los amigos, no se elige. Por esta razón, no es raro que en ella surjan roces o tensiones. La realidad es que, aunque no se muestre de puertas para afuera, en las familias pasan cosas. Y no hace falta que nos vayamos al concepto de familia desestructurada, no. En todas hay conflictos. Muchas veces, provocados, simplemente, por la falta de comunicación o por meros malentendidos. En todas está muy presente eso que en el cine se llama subtexto, lo que subyace bajo las palabras. Basta una frase con doble intención o un gesto para que se arme la de San Quintín. Porque no solo las palabras hieren, también lo hacen los silencios. Y es que decimos mucho más con lo que no pronunciamos que con lo que expresamos.
Pero no solo de las palabras o de la ausencia de ellas surge el conflicto. En las familias también hay envidias, celos, rivalidades, aunque sus integrantes traten de esconder esos sentimientos en lo más hondo de ellos mismos porque cómo va una a tener envidia de su hija o de su madre. Eso que tan magistralmente han mostrado en la pantalla Emma Suárez, Aura Garrido y Magüi Mira, bajo la batuta de Daniela Fejerman y Elvira Lindo. Las tres encarnan, magistralmente por cierto, en ‘Alguien que cuide de mí’ a tres generaciones de actrices de la misma familia. La mayor una gran dama de la interpretación, la joven una actriz con un futuro prometedor, la otra en tierra de nadie, ni joven ni consagrada, a la sombra de su madre y de su hija, pasando dificultades económicas y con un secreto que ha condicionado la vida de las tres.
De malentendidos y asuntos pendientes saben también bastante Manuela y Rosario, los personajes de Gloria Muñoz y Elena Irureta en ‘Los buenos modales’ -película de Marta Díaz-. Dos hermanas que llevan décadas sin hablarse y se reencuentran de forma inesperada porque sus nietos se han conocido gracias a sus cuidadoras, Trini (Carmen Flores) y Milagros (Pepa Aniorte), vecinas y amigas, que, cuando descubren el cisma, intentan, a veces con más disparate que acierto, reconciliar a la familia. Las cuatro protagonistas brillan en esta película de la que se infiere cómo el orgullo, el rencor y el silencio no hacen otra cosa más que alejarnos.
A veces, con el paso de los años, se llega incluso a olvidar el verdadero motivo de ese distanciamiento y uno vive simplemente convencido de la necesidad de esa distancia aun sin tener muy claro el porqué; sin embargo, aunque parezca que la relación se ha roto por completo, algo hay en los lazos familiares que hace que la herida siga abierta, pese a que hayamos tratado de ponerle veinte vendas. Vemos esa herida sangrar en ‘Los buenos modales’ y la vemos también en ‘Mamá’, la novela de Edmundo Díaz Conde con la que pide perdón a su madre. En ella, el autor parte de hechos reales a los que añade elementos de ficción para dar mayor cohesión y verosimilitud a la historia. Y ya se sabe, además, que nuestra memoria no reproduce de manera fiel la realidad, que cuando recordamos vivencias pasadas, estamos construyéndolas de nuevo, así que, aunque el lector tratase de identificar al autor con el narrador, resultaría imposible conocer qué sucedió realmente, qué forma parte de la reconstrucción de los recuerdos y qué ha sido producto de la invención consciente.
En esta novela, que cuenta con la alta costura y la lucha por los sueños como telón de fondo, el protagonista, siendo adolescente, encuentra las cartas de un amor secreto de su madre, una modista catalana afincada en Galicia, que viste de manera impecable a las señoras de Orense. El hallazgo de estas cartas, firmadas por un escritor consagrado, mina la confianza que el joven tiene depositada en ella y lo lanza a una búsqueda enfebrecida del famoso novelista. La falta de comunicación y el rencor que va acumulando terminan dinamitando la relación entre el protagonista y su madre, que pasan treinta años sin dirigirse la palabra; sin embargo, como si durante todo ese tiempo hubieran permanecido unidos por un cordón umbilical invisible, él acaba volviendo a la que fue su casa, cuando recibe un mensaje que lo alerta sobre el delicado estado de salud de su madre -no hago spoiler porque la historia arranca, precisamente, por aquí-.
Dice Edmundo Díaz Conde que, hoy en día, es verosímil el pensar en regresar a su Galicia natal, y eso me hace reflexionar sobre lo curioso que resulta cómo, a veces, cuando somos jóvenes, necesitamos alejarnos de lo que nos rodea y cómo, con el paso de los años, añoramos todo aquello que un día nos hizo querer huir hasta el punto de sentir la necesidad de volver.
Escrita desde la perspectiva que dan los años y atravesada por la culpa y el arrepentimiento, es esta una novela de desencuentros familiares, pero también de redención, en la que no falta el suspense porque, en palabras del propio autor, importa más lo que se oculta que lo que se nombra.
Ahora bien, para que pasen cosas en la familia, hay que tener una. ¿Y qué ocurre cuando uno no es consciente de que la tiene -o la tuvo algún día-? Sobre eso escribe Laura Ferrero en ‘Los astronautas’. La historia comienza cuando la protagonista ve una foto en la que aparece ella, siendo todavía un bebé, con su padre y su madre. En sus treinta y cinco años de vida, nunca había visto una imagen de los tres juntos porque sus padres se divorciaron poco después de aquella instantánea. A partir de ese momento, trata de completar ese puzle familiar al que siempre le faltaron piezas y comienza a explorar ese breve pero real pasado común que los mayores se empeñaron en borrar siguiendo la máxima de que lo que no se nombra no existe. Porque la adulta que es hoy es capaz de ver los huecos, las carencias de una identidad que tuvo que construir a base de los relatos y silencios de cada parte y es consciente de que una historia nunca cuenta la verdad, sino una verdad; sin embargo, necesitamos esas historias para poder seguir avanzando, para sobrevivir. Y eso fue lo que hizo durante buena parte de su infancia: servirse de los astronautas para ocultar la realidad, porque las ausencias de un padre que trabaja en la NASA se comprenden mucho mejor que las de uno que lo hace en la sucursal bancaria del barrio. Y, ya de mayor, a partir del descubrimiento de esa familia que apenas lo fue, emprende un viaje hasta donde nadie había llegado para comprender aquello que siempre tuvo al lado.
En ‘Los astronautas’, la autora parte de un hecho autobiográfico e indaga en su pasado y el de sus padres buscando respuestas. Y, precisamente, uno de los aprendizajes que nos deja esta novela es que, encontremos o no las respuestas que buscamos, si de algo sirve mirar el pasado es para poder mirar al futuro.
En esta historia hay soledad, hay necesidad de encajar, de sentirse validado y querido, hay deseo de pertenencia, de ponerse en la foto oficial de familia y no en la de «ahora todos». Y hay también diferentes formas de supervivencia porque, al final, lo que hacen los protagonistas de esta historia, cada uno a su manera, no es otra cosa que tratar de sobrevivir.
Si algo evidencian todas estas historias es la complejidad de las relaciones familiares, muy lejos de aquellas familias idílicas que concebimos al pensarlas en abstracto. Y es posible que no le falte razón a Laura Ferrero cuando dice que la familia quizá pase por renunciar a la idea de familia.
No sorprenderá a nadie, supongo, que el siguiente libro que me espera en la mesilla sea ‘Material de construcción’, de Eider Rodríguez, la historia de una hija con un padre alcohólico.
¡Qué recorrido tan bonito por tantos libros que han llamado mi atención! No sé si son las historias que cuenta o cómo las has contado pero me han llamado la atención. Las familias son sin duda un gran al tema que está ahora mismo en auge.